Nota: Cuando se indica discusión es porque para ese día el material ya debe estar leído y comprendido. Si no se comprende, llevar las preguntas correspondientes para aclararlas.
Gracias.
Fernando Savater: La tarea del héroe.
Extractos del Capítulo VIII:
Esplendor y tarea del héroe.
Héroe es quien logra
ejemplificar con su acción la virtud como fuerza y excelencia. En el héroe se ejemplifica que, realmente, la
virtud es fuerza y excelencia, es decir, el héroe prueba que la virtud es la
acción triunfalmente más eficaz. Aceptemos para seguir jugando que virtud es un
comportamiento socialmente admirable en el que los hombres reconocen su ideal
activo de dignidad y gloria. A la
virtud –que etimológicamente proviene de vir,
fuerza o valor- se le reconoce una eficacia excelente, pero tal
reconocimiento teórico y edificante está constantemente desmentido por la
acumulación de fracasos concretos de la conducta virtuosa que cualquiera puede
constatar en la vida cotidiana.
Hay
otra posibilidad, sin embargo, de ver a la virtud como vencedora contra la
inercia viciosa del mundo: la proeza del héroe. Allí la virtud no sólo no
fracasa, sino que cobra su sentido, es decir, manifiesta por qué es considerada como virtud: el héroe no sólo
hace lo que está bien, sino que también ejemplifica por qué está bien hacerlo. La mayoría de los hombres acatan las
virtudes como algo ajeno, impuesto, en buena medida convencional y, por tanto,
discutible: pero en el héroe la virtud surge de su propia naturaleza, como una
exigencia de su plenitud y no como una imposición exterior. El héroe representa
una reinvención personalizada de la
norma.
El
héroe es quien quiere y puede. Dejemos
por un momento aparte toda nuestra poética moderna del fracaso, la melancólica
glorificación de la derrota como dignidad ante lo ineluctablemente adverso
(para Hermann Melville, por ejemplo, “sólo cuando un hombre ha sido vencido
puede descubrirse su verdadera grandeza”): ser derrotado –querer y no poder,
poder pero no lograr querer- es lo fácil; lo difícil es triunfar, querer y
poder. En la actividad victoriosa, lograda, reconocemos nuestra independencia
relativa de lo necesario y nuestro parentesco con los dioses, con lo que forma
el sentido del mundo. Los ejemplos heroicos inspiran nuestra acción y la
posibilitan: cuando actuamos, siempre adoptamos en cierto modo el punto de
vista del héroe y nada lograríamos hacer si no fuera así. Por ridículo que sea
exteriorizarlo enfáticamente, todo hombre sano y cuerdo, activo, vive alentado
por la saga de sus hazañas y es noble y acosado paladín ante su fuero interno.
No es incompatible este saludable delirio con la lúcida visión de nuestra condición menesterosa, sino que es en
parte corregido por ella, pero en parte sirve para corregirla. Alguien tan
antiheroico como Pascal, hablando de una religión tan (aparentemente)
antiheroica como el cristianismo, tuvo que admitir: “El cristianismo es
extraño; ordena al hombre reconocer que es vil e incluso abominable, y le
ordena querer ser semejante a Dios. Sin tal contrapeso esta elevación le
volvería horriblemente vano, o este rebajamiento le volvería horriblemente
abyecto”.
EL REINO DE LA AVENTURA
El
mundo del héroe es la aventura: en ella hay que buscarle y allí alcanza la
plenitud de su perfil. Por supuesto, todo puede ser aventura, pues ésta resulta
en buena medida de una disposición subjetiva favorable; Chesterton cuenta en su
autobiografía cómo recorría Londres envuelto en su capa y empuñando su
bastón-estoque, con una ferviente vivencia aventurera aunque externamente nada
fuera de lo normal le ocurriese y Julio Cortazar narra en una de sus historias
de cronopios la portentosa odisea del valiente que abandona una tarde su butaca,
desciende la escarpada escalera, desafía el tráfico de la calle, viaja hasta la
esquina, compra el periódico y, navegando contra viento y marea, retorna
triunfalmente al sillón de su Itaca. Del mismo modo, las peripecias
objetivamente más arriesgadas pueden ser vividas de modo rutinario y hasta con
fastidio: no es imposible el bostezo del cazador profesional ante el león… En
cualquier caso, no vendrá mal intentar caracterizar de modo un poco más preciso
el orden de la aventura, con trazos que el criterio del lector deberá decidir
si son subjetivos, objetivos o fruto del inevitable mestizaje. Tres rasgos
principales pueden señalarse como señales que acompañan y anuncian la aventura:
a)
La aventura es un tiempo lleno, frente al tiempo vacío e
intercambiable de la rutina. Como dictaminó John Donne, “nadie duerme en el
carro que le lleva al patíbulo”; del mismo modo, nadie vive las horas del
riesgo o del amor con el laxo desinterés con que transcurre la medida isócrona
de la oficina. Por las horas rutinarias hemos pasado, como quien transita abstraído
y desganado por los pasillos demasiado extensos de un aeropuerto en el que nada
ni nadie nos espera. Pero el tiempo aventurero es totalmente nuestro y la relación que mantenemos con
él se hace apasionada, más allá de cualquier módulo convencional, pues puede
ser nuestro mejor cómplice o implacable tirano. Cada segundo es diferente y nos
interpela directamente; ni siquiera puede hablarse de segundos o días, pues ese
tiempo no se mide, sino que se saborea o se sufre, pero en cualquier caso se
niega a presentarse de manera homogénea para plegarse a cualquier baremo
objetivo. En una palabra, el tiempo en la aventura es el marco dramático de lo
que pasa, mientras que en la rutina todo pasa para llenar de algún modo el
hueco bostezante del tiempo.
b)
En la aventura, las garantías de la normalidad quedan
suspendidas o abolidas. Vivimos sustentados por certezas que no nos
requieren, pero que nosotros sí requerimos y resguardados por frágiles
mecanismos que defienden nuestra tranquilidad. Un entorno familiar, costumbres
entre las que nos movemos con soltura, escasas agresiones del clima o las
fieras, instituciones teóricamente encargadas de impedir la violencia entre los
individuos, rituales amorosos “decentemente” codificados… Las alternativas que
se presentan a nuestra opción individual son limitadas y las consecuencias de
una elección errónea rara vez irreparables. Con vivir un papel o grupo de
papeles socialmente nítidos y garantizados, podemos afrontar todas las
perplejidades de nuestra conservación.
Pero en la aventura nadie puede decidir por nosotros ni está determinado de
antemano cuál es el comportamiento correcto que requiere la ocasión: es un
ámbito inseguro e imprevisible. Por eso aumentan las probabilidades de la
aventura según aumenta el exotismo, es decir, según nuestros puntos de
referencia se hacen más remotos o acaban por desvanecerse: paises extranjeros,
costumbres desconocidas, naturaleza indómita, violencia interpersonal frente a
la que no tenemos otra defensa que nuestros propios recursos, amores que rompen
con la moderación o la decencia debidas… Los objetivos de la aventura no suelen
ser discretamente graduales ni las recompensas que en ella se proponen son de
naturaleza habitual o lícita: todo en ella tiene el sello de la intensidad, del
esfuerzo, de la sorpresa, de la pasión, del tesoro…
c)
En la aventura siempre está presente la muerte. Por
supuesto, pudiera decirse que tal asistencia nunca falta a ningún evento
humano, pero en el caso de la aventura la presencia de la muerte no es
ocasional, sino esencial: la muerte es lo desafiado, aquello cuyo testimonio de
autenticidad aventurera se requiere. Es precisamente este protagonismo de la
muerte lo que diferencia a la aventura del juego, o bien lo que convierte
ciertos juegos en aventuras. La medicina de la inmortalidad crece precisamente
allí donde todo puede matar; y el aura ultravital del héroe aventurero (tal es
el caso del guerrero, del alpinista o del torero) es la de quien se ha frotado
frecuentemente con la muerte y ha obtenido de ella vacuna y no contagio. En
verdad, el aventurero no se juega la vida, pues ésta es precisamente lo que
pretende ganar de modo reafirmado y merecido: se juega la muerte, el lote
inevitable de la cotidianidad anestesiada, la permanente coartada de lo que
impone su mediocridad sin peligro y abomina del arriesgado esplendor.
En
el mundo de la aventura, allí donde hay que valerse por sí mismo, el héroe
busca su independencia. Ser
independiente es autofundarse, sacar de la propia entraña la fuerza y la
sustancia que han de constituirnos. Por eso el héroe deja su casa y se abre a
la intemperie, desafiando la rutinaria seguridad y buscando su aventura. “Heroism is by definition defiance of safety” (El
heroísmo es por definición desafío de la seguridad), recuerda Ernst Becker en
su The denial of death; y abandonar
la seguridad es aceptar el reto de intentar durar más allá de las condiciones
que en principio garantizaban nuestra supervivencia, es decir, independizarnos
de lo que nos ayudaba a vivir y, por tanto, vivía en cierto modo por nosotros.
Dejar la casa es aspirar a tener un día casa propia, empeñarse en merecer alguna vez casa. Quizá lo que el
héroe añora es alcanzar una cotidianidad discreta, rescatada de la mediocridad
por la aventura que ha servido para pagarla; que el raso y el peligro sirvan
para perfumar con su recuerdo la rutina o refuercen con su pálpito la argamasa
que la edifica, tal como en otros tiempos el cuerpo de un niño recién nacido
enterrado en los cimientos garantizaba la solidez de las construcciones. Quizá
debemos entender así la elección transmundana de Ulises quien, optó por
reencarnase en un simple y oscuro particular, renunciando a nuevos destinos
gloriosos en provecho de quienes aún no los hubieran conocido.
La resistencia principal que se opone al héroe cuando se
decide a dejar su casa y también lo que fundamentalmente le expulsa de ésta son
los padres. El héroe es hijo por
excelencia, cuyo propósito es llegar a abolir ese sustrato previo del que la
lógica le fuerza a considerarse producto. Como Otto Rank mostró con singular
perspicacia, hay en todo heroísmo (¿en toda ética?) la pretensión de ser causa sui, de cancelar la vieja deuda
con el pasado y engendrarse de nuevo a sí mismo: por eso el camino iniciático
del héroe (tal como lo describe, por ejemplo, Joseph Campbell en El héroe de las mil caras) pasa siempre
por un descenso a los infiernos o vuelta al útero y un renacimiento en el
fulgor de la proeza. Tener el origen en otros supone estar condenado a la
incertidumbre respecto a la fuerza propia; además, quienes nos han dado la vida
pueden también quitárnosla, los que han causado nuestra irrupción en el mundo
sin pedir nuestra opinión pueden también expulsarnos de él contra nuestra
voluntad. El despliegue heroico tiene como fundamental objetivo independizarse
de esta ambigua providencia. Para ello es preciso dejar el cosmos ordenado de
la casa-patria natal y afrontar el caos del reino de la aventura, de donde se
volverá renacido y curado de la muerte por el propio esfuerzo: se impone, pues
en primer lugar, la batalla contra los padres.
Otto Rank, en su obra clásica El mito del nacimiento del héroe, traza el inventario de las
diversas circunstancias familiares que pueden dar origen a la gesta: padres
nobles o divinos, abandono del recién nacido, intentos infanticidas por parte
del padre, presagios anteriores al nacimiento, dificultades políticas o incluso
biológicas (esterilidad, etc.) de los padres, período de ocultamiento del héroe
hasta su adolescencia, etc. En general, podríamos establecer el siguiente
principio: el héroe amenaza a su padre y
es amenazado por su madre. Quizá este planteamiento pude parecer algo
paradójico desde una perspectiva psicoanalítica simplista, pero está
sólidamente asentado en los testimonios míticos. Por supuesto, es el padre
quien suele ordenar el destierro del niño-héroe o su asesinato, pero tal
conducta está motivada por el temor, ya
que las profecías o su propia intuición le advierten que el peligroso infante
viene a por él. El padre del héroe no quiere someterse a la ley de la especie y
no se resigna a contemplar el nacimiento de su hijo como indicación cierta del
final de su propia vida; en primer lugar, ni siquiera quería ser padre, como
Layo, que se ayuntaba per angostam viam con
sus mujeres para evitar la procreación, hasta que cierto día de borrachera
cometió el fatal descuido de sembrar a Edipo; pero una vez ocurrido el aciago
incidente, también rechaza la paternidad, es decir se niega a que su papel en
la propagación de la especie se sobreponga a su instinto de conservación
personal y se enfrenta a su hijo como un individuo a otro, luchando por su
vida: y precisamente de este modo asume la verdadera paternidad, más allá de
los determinismos biológicos. Frente al padre celoso y, por tanto, autoritario
y agresivo, el hijo-héroe asume su identidad prohibida y la defiende hasta ganársela,
es decir, hasta convertirse en un individuo independiente que no debe a su
padre más que el odio con que se le opuso.
(Pags. 111-117).