Héroe y Sociedad: |
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El tema del individuo superior en la literatura decimonónica |
por Joaquín Mª Aguirre
I
Si partimos de una concepción de la
literatura como algo vinculado a la evolución y transformaciones de la sociedad
o, al menos, de la literatura como un medio sensible a los cambios que se
producen en ella, no deja de ser significativo el radical cambio que se percibe
entre los años finales del siglo XVIII y mediados del siglo XIX. Este periodo
refleja un cambio de mentalidad que es posible reconocer a través de la figura
del héroe.
Para poder detectar este cambio es
necesario partir de una definición inicial del héroe. El término
"héroe" tiene una serie de implicaciones que transcienden el papel de
"protagonista" de la novela. La literatura, desde sus inicios en los
mitos, siempre ha contado con los héroes. Ya Aristóteles señalaba en su Poética
que la imitación podía hacerse de tres maneras: pintando a los personajes
mejores de lo que son en la realidad, pintándolos como son en la realidad o
haciéndolos aparecer como peores de lo que son (1).
Al tomar como referencia a los seres humanos para indicar
las cualidades de los personajes, Aristóteles estaba ofreciendo un modelo de
conducta para los espectadores o lectores. Ante los mejores es necesario
admirarse, ante los iguales reconocerse y ante los peores precaverse. El héroe
del mundo clásico o el del mundo medieval es un modelo de los valores que la
sociedad entiende como positivos. En el héroe se encarnan las virtudes a las
que los hombres aspiramos en cada momento de la historia. De igual manera, las
obras literarias también ofrecían ejemplos de lo que no se debía hacer, modelos
para que, con su contemplación, los hombres comprendieran lo errado de sus
actos.
La vinculación entre los valores
heroicos y los valores sociales es básica para comprender la transformación que
se produce al llegar a la época contemporánea. Señalemos un punto de partida:
para que aparezca el héroe la sociedad ha de tener un grado de cohesión
suficiente como para que existan unos valores reconocidos y comunes. Sin
valores no hay héroe; sin valores compartidos, precisando más, no puede existir
un personaje que permita la ejemplificación heroica. El héroe es siempre una
propuesta, una encarnación de ideales. La condición de héroe, por tanto,
proviene tanto de sus acciones como del valor que los demás le otorgan. Esto
permite que la dimensión heroica varíe en cada situación histórica dependiendo
de los valores imperantes. La sociedad engendra sus héroes a su imagen y
semejanza o, para ser más exactos, conforme a la imagen idealizada que tiene de
sí misma. Independientemente del grado de presencia real de las virtudes en una
sociedad determinada, ésta debe tener un ideal, una meta hacia la que dirigirse
o hacia la que podría dirigirse.
Teniendo en cuenta este principio,
la existencia del héroe depende de la adhesión social a los valores, esto es,
del grado de acuerdo que exista en torno a la virtud, independientemente de lo
que se entienda por ésta. En la época medieval, por ejemplo, los valores eran
los cristianos y se personificaban en el ideal caballeresco. Si es cierto que
la existencia de los héroes depende de lo señalado anteriormente, en las épocas
en que no existe esa cohesión será más difícil su presencia. El héroe tendrá
entonces que luchar no sólo contra sus enemigos, sino contra la opinión de sus
lectores. Tendrá que convencerles a ellos, en primer lugar, de que es un héroe.
Esta idea permitiría elaborar una
gran distinción entre los héroes que han existido a lo largo de la historia:
los héroes de lo establecido y los héroes alternativos o enfrentados. Los
primeros son producto del acuerdo existente en torno a los valores que
encarnan; los segundos luchan por sustituir a los primeros.
Sin embargo, no es tan sencillo,
pues existen otros factores de gran importancia en la constitución de los
héroes. Uno de carácter capital es la distancia. La creación del héroe es
siempre una forma de añoranza. El héroe es el gran ausente, el que entra en la
Leyenda y, por lo tanto, escapa de la realidad. El héroe es el que ya no está o
nunca ha estado, el desaparecido o el que sólo ha vivido en los sueños y
ficciones. La distancia permite ennoblecer a los personajes históricos y
olvidar su auténtica existencia. Hace mejores a los amigos y peores a los
enemigos. Purifica las intenciones de los hombres desvistiéndolas de los
ropajes de la ambición y el deseo.
Hace unos momentos, matizaba la
diferencia entre las virtudes que la sociedad posee y las que cree poseer,
entre la verdad y la vanidad sociales. Con los héroes, la sociedad tienen la
oportunidad de fabricarse sus sueños de ser mejor. Cuando nos planteamos qué
tiempos han sido mejores, miramos a sus héroes. En ellos tratamos de ver lo
mejor de cada época, aunque sólo veamos sus deseos de ser de una forma o de
otra y nuestras propias carencias.
El tiempo que analizamos es,
probablemente, el último que quiso tener héroes y, además, se propuso vivirlos
o hacerlos vivir, casi siempre trágicamente. Para que este drama tenga mayor
resalte, lo vamos a ver con sus antes y sus después, con las propuestas
precedentes y los resultados finales. Los tres momentos a los que vamos a
acercarnos son el héroe libertino, el héroe romántico y el héroe
realista. Con ellos cubrimos un periodo de más de cien años, desde mediados
del siglo XVIII hasta mediados del siglo XIX.
Estos tres momentos de lo heroico
parten de tres concepciones muy diferentes y radicales de lo que es la
sociedad. Antes señalábamos que la relación del héroe con la sociedad es
básica. En ella encuentra tanto los valores que le elevan, como aquellos otros
que se le oponen. Los tres modelos que vamos a analizar son productos de un
mundo ya desengañado que no cree en la posibilidad de lo heroico o cree en la
inutilidad de su existencia.
II
El Héroe Libertino
Comencemos por el primero de
nuestros momentos. En la novela libertina tenemos una visión del mundo
materialista y todavía regida por unos sistemas políticos que aún no han
sufrido la tormenta igualitaria de la Revolución francesa. Se está gestando un
mundo que aspira a romper las barreras sociales y que se resolverá en un baño
de sangre; un mundo que, como señalan nuestros periodizadores de la Historia,
es el inicio de lo contemporáneo.
En el siglo XVIII confluyen, entre
otras muchas -pues es un siglo rico en las más variadas teorías y polémicas-,
dos doctrinas de signo contrario. Por un lado, existe una corriente de carácter
igualitarista que desea romper las barreras que la sociedad ha ido levantando a
lo largo de la historia. Para sus teóricos, la historia no ha sido más que un
continuo proceso de dominación que ha impedido, por la fuerza de las armas,
doctrinas e instituciones, la felicidad del Hombre. Cuando Rousseau señala que no
ve más que cadenas alrededor del hombre desde su cuna a la sepultura, está
recogiendo este sentimiento (2).
El hombre ha venido al mundo a experimentar el mayor grado
posible de felicidad y, sin embargo, no encuentra más que obstáculos a su
alrededor. Se forja ese concepto al que otros sacarían tanto partido, el de
alienación. El hombre ha sido desprovisto, enajenado, de su finalidad en la
vida, la de buscar la felicidad. Este derecho, que proviene de su propia
naturaleza, que es una aspiración instintiva, es refrenado por las
instituciones que la sociedad ha creado. Como derecho natural que es, se
encuentra en todos los hombres y les iguala. Se vincula con el derecho de cada
uno a buscar la felicidad por sus propios caminos y, así, desemboca en una
petición de libertad. Se desea la libertad para poder ser feliz. En la
libertad, cada hombre puede elegir el modo de buscar su felicidad, ya que ésta
es competencia individual. Considerándose la felicidad como un estado propio de
cada uno, no valen aquí consideraciones generales que pudieran satisfacer a
todos. Todos debemos ser libres, para que cada uno pueda ser feliz. Lo político
es la condición previa de lo individual.
Este ambiguo derecho que desemboca
en el deseo de libertad tiene otra lectura de carácter opuesto y que es la que
se genera en la novela libertina. Si la felicidad es un deseo que anida en el
corazón de cada hombre, ¿por qué tiene que ser la libertad una condición
necesaria? La libertad es la que hace iguales a los hombres, pero ¿es natural
esa igualdad? ¿en que lugar del universo se encuentra algo igual, es que la
Naturaleza desea la igualdad? Si se trata, como parece ser, de uno de los
deseos constantes del siglo, el de ser naturales, es inaceptable pretender ser
iguales. La igualdad no es más que otra de las barreras que los hombres han
fabricado a lo largo de la Historia. Lo único que pretende es poner freno al
único deseo auténtico, el de felicidad, término moral que no sirve más que para
sublimar lo real, el deseo en su estado puramente animal.
No es difícil realizar aquí una
pre-lectura de Nietzsche, de hecho, el héroe libertino tiene mucho del
superhombre nietzscheano -o del ultrahombre, como prefiere llamarlo el filósofo
Gianni Vattimo-. La lectura no debe ir, sin matices -ya que estos son
importantes-, mucho más allá. Quedémonos con la idea de que en la novela y el
pensamiento libertino se reconoce de manera explícita la relación de
superioridad como estado más cercano a lo natural que el de la igualdad.
Determinadas vanguardias de este
siglo y algunos intelectuales han querido ver en el pensamiento libertino visos
de libertad y, más concretamente, en el caso de Sade. Nada más lejos, en
nuestra opinión, de la realidad. Permitan que les lea un fragmento de Justine,
una de las obras del marqués de Sade en la que se reúnen con más claridad los elementos
propios de la filosofía libertina. En él, un personaje -un conde-, explica a
Teresa el funcionamiento del mundo:
La primera y la más
bella de las cualidades de la naturaleza es el movimiento que incesantemente la
agita, pero ese movimiento no es más que una perpetua sucesión de crímenes.
Solamente se conserva a través de los crímenes, luego el ser que más se le
parezca y por consiguiente el ser más perfecto, será necesariamente aquel cuya
superior agitación sea la causa de más crímenes, mientras que, lo repito, el
ser inactivo e indolente, es decir el ser virtuoso debe ser a sus ojos el menos
perfecto sin duda alguna, ya que solamente tiende a la apatía, a la
tranquilidad que sumiría de nuevo a todo en el caos si prevaleciese su
ascendiente. Es preciso que se conserve el equilibrio. Y sólo se puede mantener
a través de los crímenes. Los crímenes sirven, pues, a la naturaleza y si la
sirven, si ella lo exige, si lo desea ¿acaso pueden ofenderla? ¿Y quien puede
ofenderse si ella no lo está? (3)
En el texto de Sade se aprecia claramente que no se enarbola ningún grito
de libertad o liberación, sino que, por el contrario, se reivindica la más
ciega necesidad de la naturaleza. Cuando el hombre mata, no lo hace en nombre
de la libertad, sino siguiendo las leyes de la naturaleza. Los hombres no son
distintos de los otros animales de la creación y el orden social es la negación
del orden natural. La Naturaleza no es más que una máquina ciega que sólo se
puede perpetuar por medio de la destrucción de los débiles. Los hombres que
niegan el orden social son los más naturales y, por tanto, los más perfectos.
La negación del orden social no
tiene ningún motivo altruista ni carácter revolucionario, como a algunos les ha
gustado señalar. El libertinaje se da siempre entre nobles y no como crítica a
un estamento, sino como muestra del espíritu refinado necesario para captar las
leyes profundas de lo natural. El libertino no sólo no actúa contra la
jerarquización social -contra la sociedad estamental propia del Antiguo
Régimen-, sino que encuentra en ella su refugio perfecto. Amparándose en los
privilegios de la cuna, que le garantizan un alto grado de impunidad, el
libertino puede destruir y dar rienda suelta a sus instintos. En una carta de
principio de junio de 1780, desde la cárcel, Sade exclama: "¡...cualquiera
que sea el gobierno bajo el que nos encontremos, la ley mejor será siempre la
del más fuerte!" (4)
No, no hay ningún libertador en de Sade; no hay ningún
revolucionario. Sólo hay un noble que aprovecha su posición social para dar
rienda suelta a sus fantasías bajo un envoltorio filosófico en el que se reúnen
prácticamente todas las doctrinas de un siglo confuso.
El ser más perfecto, nos dice Sade,
el héroe libertino, sigue a la Naturaleza; el virtuoso, en cambio, sólo puede
producir la paralización de la maquinaria natural. El héroe libertino no es ya,
pues, la encarnación de los valores sociales, como habíamos indicado
inicialmente, sino quien sigue los principios de la Naturaleza y que son los
enunciados por los filósofos, los economistas, los científicos, etc. de la
época. Y esa Naturaleza es la Gran Máquina ciega, compuesta por ruedas
trituradoras que pulverizan todo a su paso. Los sentimientos humanos, el amor,
la amistad, los valores morales, los principios éticos, no son más que débiles
piedras que intentan introducirse entre los engranajes de la Maquinaria y cuyo
destino no es otro que el de convertirse en polvo. El amor -nos dice la
marquesa libertina de Las relaciones peligrosas, de Chordelos de Laclos- es
"sólo el arte de ayudar a la naturaleza" (5).
El marqués de Sade define exactamente igual el crimen: una
forma de ayudar a la naturaleza en su camino.
El héroe libertino, pues, rompe los
vínculos con los valores comunes de la sociedad y sólo se ofrece como modelo a
una minoría a la que intenta llevar a su lado. Su propósito es un
desenmascaramiento de lo social como algo meramente convencional y la
proposición de lo natural como lo auténtico. Sin embargo, el libertino ha
descubierto que si la forma de ayudar a la naturaleza es la violencia y el
crimen, esto se pueden desarrollar mejor desde su privilegiada posición social.
Hay un aspecto capital en los libertinos: la hipocresía. Aunque se haya
descubierto que la esencia de la sociedad es la mentira, esa misma mentira debe
servir para proteger sus desmanes. El héroe libertino vivirá engañando,
utilizando la hipocresía como arma. Su exterior, la máscara con la que se
presenta ante los otros, suele ser el del virtuoso. Es difícil ver a un
libertino actuando a cara descubierta. Es más probable verle presentándose como
un noble respetable, disfraz que le resulta más útil para conseguir sus
propósitos.
Ya no tenemos, pues, un héroe de la
sociedad, sino un héroe que se define contra la sociedad, un héroe profundamente
antisocial. Este giro, como tendremos ocasión de analizar, se seguirá
manteniendo, si bien con signo diferente, en las nuevas propuestas heroicas.
III
El Héroe Romántico
El héroe romántico se mueve en el
terreno de la ambigüedad. Tanto desea ser seguido por la sociedad, como rechaza
a ésta de plano. Respecto a lo dicho sobre los libertinos, el héroe romántico
es casi su opuesto. Se presenta de la manera más estruendosa ante los demás y
reclama ser seguido por todos. Su vocación es la de líder, pero los demás
ignoran su voz.
Si alguien ha sentido en su
interior el deseo de ser un héroe, éste ha sido un romántico. Frente a la
espontaneidad de los héroes de antaño, el romántico desea serlo fervientemente.
El romántico -y no es casual que reivindicaran a Don Quijote como uno de sus
antepasados y modelos- se lanza a la búsqueda de su destino de héroe y casi
siempre tiene un referente, un ídolo más o menos declarado al que se propone
imitar, de la misma manera que Alonso Quijano se lanzó al camino con la cabeza
llena de héroes librescos a los que deseaba emular.
El heroísmo romántico procede, en
gran medida, de su soledad. El héroe se encuentra dolorosamente solo con una
verdad que le llena pero que es incapaz de hacer comprender a los otros. Se
asemeja a la figura de los profetas, cuya voz retumba en los espacios pero no
conmueve el corazón de los hombres. La función profética del héroe romántico es
la de transmitir a los demás hombres la verdad que le ha sido revelada. Cuál
sea esta verdad es algo que varía de unos románticos a otros, pero es común en
la mayoría sentirse despreciados por una sociedad insensible que se ríe de su
patetismo.
El héroe romántico por excelencia
es el artista. Nunca se había elevado tan alto como durante el romanticismo la
consideración del genio artístico. Su propia naturaleza de genio le convierte
ya en un rebelde: no sigue las normas de los otros, son los otros los que deben
seguirle a él.
Como podemos apreciar, sus
actitudes son opuestas a las del libertino. Este se negaba a seguir las normas
sociales, pero fingía cumplirlas para poder alcanzar mejor sus fines. El
romántico, por el contrario, prefiere dejarse matar antes que fingir ante los
otros que se pliega a sus designios si cree que éstos son falsos. Cualquier
hipocresía, cualquier convencionalismo, es motivo de lucha para el romántico.
El Werther goethiano es expulsado de la sala de baile de los nobles que no le
quieren entre ellos. Werther se va, y se va orgullosamente; se va
despreciándolos profundamente, sintiendo que son ellos los que no son dignos de
estar en su compañía.
El romántico consigue hacer de su
fracaso social un signo de triunfo. Ser rechazado acabará siendo síntoma de
estar en posesión de una verdad profunda que, por su propia grandeza, se vuelve
incomprensible a los demás, a todos aquellos que no están a su altura.
La identificación con el héroe ya
sólo puede ser parcial y significa tomar parte en la lucha contra los otros,
contra la mayoría; significa renunciar a la comunidad en favor del grupo. Estos
grupos se definen por su antagonismo; la adhesión a estos grupos implica
siempre la negación de otros, es una definición tanto positiva como negativa,
siempre un a favor y un en contra.
La tipología heroica romántica es
rica en modelos. Ofrece una variada gama que compone un Olimpo de figuras
solitarias que se enfrentaron de forma diversa a la época en que vivieron.
Podemos analizar algunas de estas figuras representativas. (El autor divaga en varios autores y personajes, solo he dejado un
breve extracto sobre Lord Byron. RR)
Si hubo un tipo del héroe romántico
que fuese reconocido en su propia época fue el que se creó en la figura de Lord
Byron. En Byron podemos encontrar de forma perfecta todo el proceso de
surgimiento del héroe romántico. Vida y obra, en Byron, se convierten en una
unidad en donde es difícil separar lo que es historia, ficción y leyenda. En el
Canto III de sus Peregrinaciones de Childe Harold, la obra que le
encumbró al inicio de su carrera, Byron ya perfila lo que será su actitud hacia
la sociedad:
Nunca fuí amigo de la
sociedad; tampoco ella se mostró amiga mía. Nunca intenté alcanzar sus votos;
jamás se me vio doblar pacientemente la rodilla ante los ídolos, ni forzar la
sonrisa en mis labios, ni unirme al eco de los aduladores. Viví como extraño
entre los hombres; estando entre ellos parecía ser perteneciente a una especie
distinta; envuelto en el sombrío velo de mis pensamientos, muy diferentes a los
de mis semejantes, continuaría siendo aún el mismo, de no haber dominado y
moderado mi alma (7)
Si algo asusta al héroe romántico
es la ausencia de diferencia, el verse confundido, atrapado por el infierno de
la igualdad; en definitiva, el ser uno más en un coro anónimo que pregona su
vaciedad a lo largo de la historia. El canto romántico es el del cisne, la voz
trágica que precede a la destrucción y resuena como un eco en la memoria de los
hombres. La soledad, el aislamiento, la diferencia... es preferible ser el
acusado único que uno más entre los jueces.
IV
El Héroe Realista
La novela de carácter realista
supone un nuevo desplazamiento de la figura del héroe. Si el romántico necesita
sublimes campos de batalla que le permitieran salir del ámbito de lo social, el
realismo nos muestra un escenario que sólo puede ser social. La lucha que se
describe ya no es la tragedia del hombre enfrentado a lo absoluto o a sus
demonios interiores, a grandes enemigos que determinaban su talla de luchador,
sino que presenta un entrecruzamiento con las fórmulas anteriores. El héroe
realista es consciente de dos cosas: que los límites de la batalla son los de
la historia, los de lo social, y, en segundo lugar, de la debilidad del
enemigo.
El mundo que se nos describe no es
el de las grandes batallas, sino el de la mezquina lucha cotidiana por
sobresalir. Los héroes realistas no quieren la gloria, como los románticos,
quieren los beneficios de la fama, el reconocimiento social. No quieren
elevarse a regiones solitarias; quieren, sencillamente, sobresalir. El tema
central de la novela realista del siglo XIX es el ascenso social. No se busca
entrar en la historia, sino entrar en los salones.
Se parte del principio de que la
sociedad es una entidad mediocre, el espacio del engaño, en el que cada uno
ocupa un lugar conforme a lo que tiene y no a lo que es realmente. El héroe ya
no necesita ser noble. La astucia es la condición necesaria, la premisa que
permite ir subiendo puestos en la escala social recurriendo a cualquier tipo de
artimaña. La novela realista no se puebla de jóvenes vociferantes que proclaman
su desprecio a los filisteos burgueses, como sucedía con los románticos, sino
de jóvenes seductores, de hipócritas redomados, de fingidores, que entienden
que la sociedad no está conformada por seres auténticos sino por máscaras que
esconden la mediocridad general. El héroe prototípico del realismo no es
revolucionario, sino que, por el contrario, necesita del orden existente para
poder desplazarse.
La frustración del héroe realista
es la que se produce al ver que seres mediocres están por delante de él en la
escala social. Su energía se empleará en convencer a los otros, a los que están
arriba, de que él es su igual, que olviden su origen y vean sus cualidades. El
gran dios de esa sociedad que nos refleja la novela realista es el dinero,
auténtico título nobiliario de esa nueva sociedad generada no ya sobre la
posesión de la tierra, sino sobre el comercio y la especulación.
El joven héroe realista ya no
necesita principios, sino cuentas bancarias; no necesita apoyarse en la verdad,
sino en amigos influyentes; no necesita musas inspiradoras, sino aburridas
esposas de acaudalados burgueses a las que poder seducir para entrar en el gran
mundo a través de las alcobas.
El héroe que se nos muestra ya no necesita, como le dice Vautrin a
Rastignac, ningún tipo de principios. Los principios no ennoblecen, sino que
son más bien un lastre en la carrera hacia el dinero y la posición elevada. La
novela realista se hermana con la libertina en la creencia en que los
principios sociales no son más que máscaras, y la superioridad sólo es posible
a partir de ese conocimiento. Superioridad es ahora dominio, poder, capacidad
de seducir.
El héroe no quiere cambiar la
sociedad, no trata como los románticos de cambiar las normas, de convertirse en
un líder regenerador que la saque de su error encaminándola hacia la verdad. La
novela realista se construye sobre el modelo de la novela de aprendizaje
romántica: un joven aprende cuáles son los auténticos principios que rigen el
cuerpo social para poder moverse en él. Aprende que los principios que los
libros enseñan sobre el hombre no son más que falsedades, que la realidad
social es una jungla en la que hay que utilizar todas las armas disponibles
para evitar que nos destruyan; que ascender es pisar, pasar sobre otros
sin detenerse para alcanzar las metas. Aprende a fingir, a controlar sus
sentimientos en beneficio de sus objetivos. Se fija en aquellos que lograron
subir para tratar de reproducir sus métodos y llegar tan alto como ellos.
¿Sabe cómo se abre
aquí camino la gente? Pues echando mano al talento o a las dotes de corrupción.
En esa masa humana hay que entrar como una bala de cañón o infiltrándose como
una plaga. La honradez de nada sirve.
La novela realista traza una imagen
de la sociedad muy distinta a la que ésta tiene de sí misma. El siglo XIX, el
siglo del progreso, tiene una imagen elevada de lo que significa en la
historia. La industrialización, las mejoras en el transporte, los
descubrimientos científicos... lo convierten en un siglo optimista y pagado de
sí mismo. La imagen que la novela realista ofrece es la del reino de la
mediocridad satisfecha, la de la mediocridad envidiosa, celosa del talento. El
hombre superior, el hombre de talento, en cualquiera de sus manifestaciones, se
siente agredido, frenado en sus expectativas, en su deseo de triunfar, de salir
de esa masa agobiante que todo lo devora anulándolo.
El drama del héroe realista es que,
despreciando a la sociedad, aspira a situarse en su cima. El héroe realista, al
contrario del romántico, no tiene una posible retirada a la interioridad, es
siempre un hombre de acción, de acción social. No le puede satisfacer una
retirada despectiva como Byron, un refugio en la naturaleza, un recogimiento en
la locura, ya que su ambición es la del poder y éste necesita de los
inferiores.
Cuando la poderosa máquina social
descubre a los que quieren ascender los destruye. Los devuelve humillados a su
posición; castiga cruelmente su osadía exponiéndolos a la vergüenza pública;
los desplaza de la carrera señalándolos con la infamante marca de los
perdedores. Jóvenes de talento que logran ascender y son destruidos; jóvenes
sin talento, que creen tenerlo, y viven trágicamente su mediocridad. En
cualquier caso, la crueldad de los mecanismos sociales no permite el más mínimo
fallo. Un paso en falso y lo que tantos esfuerzos, tantas villanías, tantas
infamias ha costado conseguir se pierde definitivamente.
Julian Sorel, Emma Bovary, Raskolnikov, Federico de Rastignac... ya no se
enfrentan a la divinidad, como nos decía Waiblinger del poeta Hölderlin, se
enfrentan a un enemigo mucho más duro y cruel: la sociedad. Una sociedad que
les rechaza, una sociedad que no critica los principios -que no existen- sino
los resultados. Ellos fallaron y fueron condenados por una sociedad tan
hipócrita como ellos… Simplemente.
Notas:
- (1) Aristóteles escribe: "Y ya que los que imitan mimetizan a los que actúan, y éstos necesariamente son gente de mucha o poca valía (los caracteres casi siempre se acomodan exclusivamente a estos dos tipos, pues todos difieren, en cuanto a su carácter, por el vicio o por la virtud) los mimetizan del mismo modo que los pintores, o mejores que nosotros, o peores o incluso iguales". Poética, Madrid, Editora Nacional, 1982 págs. 61-2. [Volver]
- (2) Rousseau escribe: «Toda nuestra sabiduría consiste en prejuicios serviles; todas nuestras costumbres nos son más que sujeción, malestar y coacción. El hombre civil nace, vive y muere en la esclavitud: cuando nace se le cose un pañal; a su muerte se le clava en un ataúd; mientras conserva el rostro humano está encadenado por nuestras instituciones», Emilio o De la educación, (trad. de Mauro Armiño) Madrid, Alianza, 1990 pág. 42. [Volver]
- (3) Sade, Marqués de, Justine, 3ª, Madrid, Fundamentos, 1984, pág. 91. [Volver]
- (4) Sade, Marqués de, Correspondencia, Barcelona, Anagrama, 1975, pág. 98.[Volver]
- (5) Laclos, Chordelos de, Las relaciones peligrosas, Iª parte, carta X, Madrid, EDAF, 1970, pág. 33.[Volver]
- (7) Lord Byron, Las peregrinaciones de Childe Harold (Canto III, 112), Madrid, Libra, 1970 pág. 103.[Volver]
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